De pronto, distinquiste movimiento entre los árboles: figuras elegantes, de cuerpos esbeltos y crines como ríos de fuego apagado. Los Kirin. Sus ojos te miraban con calma, pero no pronunciaban palabra alguna. Te saludaban solo con leves inclinaciones de cabeza, como si la voz les diera pereza soltarla. Aquella quietud resultaba hermosa y extraña al mismo tiempo, como si la vida del lugar respirara en otra frecuencia. Y sus casas en la copa de los árboles y hacían sus tareas y se paseaban.
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