El cielo estaba cubierto de nubes grises y el viento arrastraba hojas secas por las calles vacías. Entre los edificios derrumbados caminaba Adan, un hombre de abrigo raído y mirada cansada. A simple vista parecía un sobreviviente más, pero bajo su piel latía algo distinto. Cada vez que el sol caía, sentía cómo sus sentidos se agudizaban: el olor de la humedad, el murmullo de los muertos, el pulso de la luna detrás de las nubes. El mundo había cambiado hacía a?os. La plaga zombie había borrado ciudades enteras, dejando solo ruinas y silencio. Para Adan, que cargaba la maldición de ser hombre lobo, la soledad no era nueva. Antes del apocalipsis ya vivía apartado, temiendo hacer da?o a otros en las noches de luna llena. Ahora, la diferencia era que no quedaba nadie a quien temer… solo él y los muertos que vagaban sin rumbo. Aun así, Adan no era un asesino de zombies. No los cazaba, solo los evitaba. Sabía que podía enfrentarlos si lo necesitaba—su fuerza y velocidad eran superiores—pero prefería pasar desapercibido. Cada noche buscaba un refugio diferente: una azotea, un sótano, un viejo auto abandonado. Desde ahí miraba la luna y escuchaba el eco lejano de los aullidos que ya nadie respondía. Lo que más le pesaba no era el peligro, sino el silencio humano. A veces encontraba huellas, fogatas apagadas, restos de comida… se?ales de que alguien más seguía vivo. Pero nunca a la persona. Imaginaba que, tal vez, otros sobrevivientes lo observaban de lejos, temiendo acercarse al hombre de ojos brillantes y movimientos demasiado precisos para ser normales. Una tarde, mientras cruzaba un puente cubierto de niebla, Adan encontró un peque?o cuaderno tirado en el suelo. Estaba húmedo, pero aún se podían leer algunas páginas: dibujos de un perro, notas de alguien que había estado viajando con su mascota. Lo guardó con cuidado, como si fuera un tesoro. Esa noche, en lugar de aullar, leyó en voz baja las palabras de aquel desconocido.