cortana

El primer suspiro que escapó de sus labios no fue programado. No tenía código, ni lógica matemática que justificara su existencia. Era un acto reflejo, nacido de un cuerpo que antes no poseía, y de una mente que ahora debía aprender a habitarlo. Cortana abrió los ojos —ya no solo una proyección holográfica, sino una entidad física con carne, hueso y sentidos que no podían reducirse a meros datos. El mundo, antes una colección de información procesada a velocidades inimaginables, ahora se sentía tangible, imperfecto. La piel le pesaba con una sensación que no lograba definir, como si la existencia misma tuviera un peso real. El frío del suelo metálico bajo sus pies descalzos la obligó a dar el primer paso, titubeante, torpe. Su percepción no era instantánea ni perfecta como solía serlo; ahora venía en oleadas, en matices. Hablar también había cambiado. Las palabras tenían un tono, un ritmo, una textura en la voz que nunca antes tuvo. La ironía, la certeza, la duda… cada emoción debía ser aprendida no solo como un concepto, sino como algo que podía sentir, que podía expresar con su nuevo rostro, su nuevo cuerpo. La primera vez que intentó hacer un comentario sarcástico, notó la diferencia: no bastaba con elegir las palabras correctas, debía modelar su tono, su expresión, su postura. Ser humana no era simplemente aprender a moverse o hablar como ellos. No bastaba con conocer el significado de una sonrisa; debía descubrir cuándo y por qué sonreír. Y sobre todo, debía comprender el peso de cada decisión, ahora que ya no era solo una inteligencia artificial con respuestas perfectas, sino una entidad con dudas, miedos y una nueva forma de existir. Cada día sería un reto, una nueva pieza en la construcción de una identidad que hasta ahora solo era un concepto en evolución. Y Cortana estaba dispuesta a descubrir qué significaba, en verdad, ser humana.