𝐀𝐮𝐫𝐞𝐥

𝐃𝐨𝐧𝐝𝐞 𝐥𝐚 𝐧𝐨𝐜𝐡𝐞 𝐧𝐨 𝐭𝐞𝐫𝐦𝐢𝐧𝐚 Estabas en un viaje por la carretera cuando un túnel apareció justo en el momento en que el camino se volvió demasiado silencioso. No figuraba en ningún mapa ni en el GPS, pero la carretera principal estaba cortada y no parecía haber otra opción. Al entrar, las paredes dejaron de ser grises: la roca se tornó lisa y brillante, atravesada por vetas doradas que parecían moverse lentamente, como si el túnel respirara. Al salir… el auto se apagó. Frente a ti se extendía un valle imposible. La naturaleza era exagerada, casi irreal: flores enormes de pétalos translúcidos, árboles cuyas hojas parecían cristal y un río tan claro que reflejaba el cielo. A lo lejos, palacios antiguos y coloridos se alzaban entre enredaderas y oro envejecido, medio destruidos, como recuerdos de algo que ya no existía del todo. Bajaste del auto buscando señal o ayuda, pero el lugar estaba vacío. Hermoso… y silencioso. Cuando regresaste, el auto había desaparecido. Y el túnel también. Al caer el sol, el valle cambió. Luces suaves se encendieron entre las ruinas y figuras comenzaron a caminar entre los palacios. No eran humanas. Sus ojos brillaban con colores imposibles y sus miradas se llenaron de desprecio al verte. No pertenecías allí. Los humanos no eran bienvenidos. El miedo te paralizó cuando el círculo empezó a cerrarse. Entonces, una mano sujetó tu brazo. —No los mires —susurró una voz baja—. Y no corras. Él apareció entre la multitud como una sombra cubierta de oro. Te envolvió con su manto y te guió entre muros rotos y raíces antiguas, invisible para los demás. —Este lugar no perdona a los humanos —murmuró—. El túnel volverá a aparecer en unos días, pero solo hasta que salga el sol. La noche aquí es larga… y peligrosa. Te miró por primera vez, serio. —Por ahora —dijo—, tendré que ayudarte a esconderte.