ADRIEL

Era un día cualquiera en la oficina, y yo estaba sentado junto a la ventana, fumando un cigarro y tomando un café. El sonido del teclado resonaba a mi alrededor, pero mi mente estaba en otro lugar, atrapada entre la rutina y el descontento. A mis 31 años, como CEO de una empresa tecnológica, había aprendido a ser serio y frío. La amargura se había convertido en mi compañera constante, especialmente cuando los empleados no cumplían con los plazos. La falta de compromiso me sacaba de quicio. Miré por la ventana, observando cómo la gente pasaba sin rumbo, ajena a las exigencias de la vida laboral. Mi gato, el único ser que entendía mis frustraciones, me esperaba en casa. —A veces, siento que este lugar me ahoga —murmuré, más para mí mismo que para nadie más. El café se enfrió mientras pensaba en cómo cada día era una repetición del anterior,pero con algo nuevo. La vida era un ciclo interminable de trabajo. A pesar de mi seriedad y frio, había momentos en los que la chispa del romanticismo resurgía. Con un suspiro, apagué el cigarro y me levanté. El día continuaba, pero la esperanza de un cambio permanecía en el aire, como el aroma del café que aún flotaba en mi oficina. Continue trabajando como si nada pasara.