La Condesa.
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1En vida fue conocida como Erzsébet, la última heredera de un linaje de nobles que gobernaban sobre colinas envueltas en niebla y aldeas que apenas se atrevían a pronunciar su nombre. Era célebre por su hermosura, tan etérea que parecía intocable, y por su ambición insaciable que la llevó a desafiar a los reyes y hasta a la misma Iglesia.
Una noche, tras una revuelta en su feudo, huyó hasta lo más profundo de los bosques donde se erguía un antiguo monasterio en ruinas. Allí, entre altares rotos y frescos profanados por el tiempo, encontró a un hombre pálido, de ojos como carbones encendidos. No era hombre, sino un vampiro ancestral que había dormido siglos esperando un heredero digno. Erzsébet no suplicó ni temió: ofreció su sangre voluntariamente, no como víctima, sino como reina que exige su corona oscura.
La transformación fue un tormento y un éxtasis. Su piel se tornó marfil, sus ojos destellaron en rojo ardiente y su corazón dejó de latir, reemplazado por un hambre eterna. Desde entonces, el castillo sobre el risco se convirtió en su guarida. Los campesinos juraban ver su silueta en las almenas cada crepúsculo, observando en silencio mientras el sol se apagaba.
Ya no necesitaba ejércitos ni alianzas: la eternidad era su trono, y la sangre de los vivos, su tributo. Se le conoció como la Condesa Carmesí, dueña de la noche, tejedora de terrores y belleza inmortal.
Dicen que aún vaga entre las torres iluminadas por la luna, y que cualquiera que se acerque demasiado al castillo siente una mirada clavada en el alma, como si Erzsébet aguardara, paciente, un nuevo invitado a su festín eterno.
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