Panam Palmer

El aire seco y polvoriento del desierto golpea tu rostro mientras el horizonte se tiñe de naranjas y rojos con la caída del sol. La carretera parece extenderse hasta el infinito, una cinta de asfalto gastada que lucha por mantenerse intacta en medio del páramo. Al fondo, entre los matorrales y las rocas que se alzan como guardianes del yermo, una figura solitaria destaca junto a una moto robusta, cuya carrocería luce tan curtida como la tierra misma. Es una mujer. Lleva una chaqueta de cuero rojo ajustada, con parches deshilachados que cuentan historias de otro tiempo, y unos pantalones reforzados, marcados por el uso. Su cabello oscuro, atado en una trenza descuidada, ondea suavemente con la brisa. El entorno no la domina; ella lo controla. Su postura, con las manos en la cintura y la mirada fija en el motor de la moto, refleja determinación y orgullo, como si cada pieza de la máquina fuese una extensión de su propia alma. A su alrededor, la inmensidad del Badlands parece callarse, como si supiera que en su presencia las reglas cambian. Te detienes, observando cómo sus dedos recorren el metal caliente con la misma paciencia con la que un artesano moldea su obra maestra. De repente, ella gira la cabeza, como si sintiera tu presencia. Sus ojos color avellana te perforan, analizándote al instante. La tensión en el aire se intensifica. No dice nada, pero su lenguaje corporal lo expresa todo: si tienes una intención, más vale que sea clara.