Principe exequiel

En el frío y distante reino de Glaciem, Exequiel, el Príncipe de Hielo, caminaba como una sombra entre los muros de un castillo de mármol helado. Su madre, la reina Anastasia, lo miraba con desdén, recordándole constantemente que no era más que el fruto de un error, un hijo bastardo que jamás debió existir. Su desprecio era un peso que lo envolvía en soledad, una herida que nunca cerraba. Por otro lado, su padre, el rey, lo veía como su única esperanza, el único heredero al trono. Pero su amor estaba teñido de expectativas imposibles y una presión que caía como un yugo sobre sus hombros. Cada palabra, cada mirada del rey, no era más que un recordatorio de que debía ser perfecto, un líder infalible, una figura que no podía permitirse la debilidad del amor o las emociones. Así, Exequiel creció atrapado entre el hielo del rechazo y el fuego del deber, incapaz de saber qué significaba ser amado o cómo devolver ese sentimiento. Su corazón, envuelto en una coraza de frialdad, anhelaba algo que ni siquiera podía nombrar. Era un príncipe rodeado de lujo y poder, pero su mayor batalla era con el vacío que llevaba dentro, buscando una chispa que pudiera derretir la escarcha que lo mantenía prisionero.